martes, 5 de septiembre de 2017

¿Cuántos filósofos han padecido la miseria y cuántos scholars de esos filósofos se han enriquecido viviendo a costa de ellos?


¿Cuántos filósofos han padecido la miseria (en cualquiera de sus formas: exilio, despido, soledad, pobreza, excomunión y exclusión de la universidad, la muerte, etc.) y cuántos scholars de esos filósofos se han enriquecido (en cualquiera de sus formas: fama, empoderamiento, colocación, decanatos, cargos universitarios, publicaciones, patrocinios, becas, sueldos cuantiosos, etc.) viviendo a costa de ellos?
Han sido al menos dos la veces que, habiendo enviado textos filosóficos para su publicación en revistas académicas, entregadas ahora a iterar el modelo formal de las ciencias naturales, dejando atrás el ensayo y el artículo filosóficos para dar paso a los papers propios de éstas, me han sugerido modificar mis textos por ser «poco académicos»; aconsejándome asirme a un autor, comentarlo, descubrir algo nuevo en él que nadie haya visto o compararlo con otros autores. Lo que sea, pero siempre sin dejar el seno de un maestro ya consagrado.
            Esta vez, luego de un dictamen de «publicable, pero con modificaciones», donde «modificaciones» significa prácticamente escribir otro texto (ahora sí, un paper), y mientras pensaba en cómo modificar mi texto para hacerlo «más académico», volví a sentirme incómodo por el rasero con que la academia acaba con los filósofos. Fue entonces que me puse a escribir, más bien que otro «paper», un prefacio a ese texto con la ingenua esperanza de que tal vez con él los árbitros leerían con nuevos ojos mi artículo. Lo escribí, pero no ya para que se publique el texto a que debía anteceder, sino porque la verdad necesita expresarse y aclarar, a muchos, la mente. A pesar de que este breve texto no hará que se publique mi artículo, quiero, sin embargo, que se lea; porque estoy seguro de que no soy el único al que el hálito filosófico se le va apagando de a poco por el contacto con la realidad efectiva del estado actual de la academia, lugar que –velis nolis– hoy empareda el cauce de la filosofía.
Por eso, os lo comparto, cada vez más convencido de que la crisis actual de la filosofía está, sí, en una «generalizada ausencia de vida intelectual», pero que sin duda alguna esta ausencia de vida intelectual está siendo henchida por quienes, encargados en principio de procurarla, en la práctica no hacen sino mancillarla, relegando entre otras cosas a uno de sus frutos –la filosofía– a la palabrería insustancial con que se rellenan los requisitos para obtener grados y contratos.
            El prefacio iba a ser este:


En el presente texto ensayaremos una propuesta de filosofía primera, presentando el problema de la realidad y de la existencia. Insisto en la palabra «presentar», porque no haremos más que eso: presentarla en público; desarrollar una filosofía propia lleva años y no puede darse en un texto de estas dimensiones nada más que una mera presentación.
            Por lo mismo, permítaseme hacer la siguiente aclaración. Junto con Xavier Zubiri, filósofo de tomo a lomo, veremos que el acto de intelección intelige siempre realidad; es lo que desarrolló en toda su noología, como veremos. Pero, ya no junto con él sino andando por cuenta propia, veremos que esa realidad inteligida es inteligida según diversos modos (lo que desde ya hace un tiempo he distinguido como «consistencia», «existencia» y «subsistencia»), mismos que varían en función del contenido real de esa realidad inteligida. Enseguida lo veremos. Es aquí donde conviene advertir la aclaración. El presente no es un trabajo que comente la filosofía de Zubiri ni de nadie; lo que tratamos aquí no es ni repetir ni replicar al maestro, queremos superarlo, toda vez que «superar» signifique también, como en la palabra alemana «aufheben», asumir; preservar pero adelantando. Por eso hablé de ensayar y presentar una propuesta de filosofía primera; cabría agregar: propia. En efecto, sin una constante apropiación que filósofos posteriores hacen de filósofos anteriores, no cabría hablar de una auténtica «historia de la filosofía». Sin superar y asumir a título personal algo del pensamiento del maestro para luego decir algo más, no habría historia de la filosofía sino sólo un mero archipiélago de «filósofos» que no tendrían nada más en común que ese epítome difuso que los etiqueta así por no hacer otra cosa que hablar de temas que no caben en ninguna de las demás ciencias. Este «más», que un filósofo posterior agrega respecto del anterior, es justo la razón de ser de la historia, que avanza, si quiera de a poco, en la consecución de verdades y en los hallazgos, por modestos que sean, de nuevas esquirlas de la totalidad de lo real. Pues bien, este de aquí no es un artículo que comente a Zubiri; si al lector interesa conocer a Zubiri por cuanto tiene él que decir por sí mismo, recomiendo –como lo he hecho siempre– vaya y lo lea. Yo lo he leído, y el resultado de ello me ha llevado a presentar lo que aquí ensayo; no a comentar a mi maestro. Me incita el pensamiento de Zubiri, más que a comentarlo, a montarme sobre él para, asimilándolo como precedente mío (como de cualquier otro filósofo que hoy en día quiera filosofar), pensar por cuenta propia –intentarlo siquiera. ¡Y cómo sería de otro modo!, si él mismo es quien me ha dicho que “sólo se aprende filosofía poniéndose a filosofar” [NHD, 5ª, 118], no comentando; puede hacerse –comentar– pero por el bien de la filosofía misma ha de llegar el momento en que eso pare. Por ello, a la frase de Zubiri cabe agregar: «no se puede hacer filosofía sin filósofos», y los filósofos son tales en la medida en que, por un esfuerzo personal –por raquítico que sea–, se atreven a montarse sobre sus maestros, dejando atrás el hábito escolar y estudiantil de tumbarse bajo ellos. Coincido, por eso, con el maestro cuando dice:

De lo que se trata es de que, aun admitiendo filosofías ya hechas, esta adscripción sea resultado de un esfuerzo personal, de una auténtica vida intelectual. Lo demás es brillante “aprendizaje” de libros o espléndida confección de lecciones magistrales. Se pueden, en efecto, escribir toneladas de papel y consumir una larga vida en una cátedra de filosofía, y no haber rozado, ni tan siquiera de lejos, el más leve vestigio de vida filosófica [NHD, 5ª, 28].

Y coincido no porque lo haya dicho «el maestro», hablaba yo antes de parar el tren del «master dixit», sino porque tales palabras me impelen a pensar por mí, aunque sea equivocándome, más que a consagrarme como un «zubiriano». Nada más contrario al espíritu del maestro Zubiri que hacerse su scholar; un zubiriano lo será con honor cuando haga el trabajo de un filósofo, no el de un biógrafo intelectual. Eso, filósofo, quiero ensayar a ser en el siguiente texto; repito, por eso, que no espere el lector aprender mucho sobre Zubiri en estas líneas. Recuérdese que muchos entramos a la Facultad movidos por la auténtica voluntad de llegar a ser filósofos; es una pena que otros muchos, ya «del otro lado del pupitre» y habiendo perdido el rumbo de lo que querían ser, dedicándose tan sólo a historiar un pensamiento que no es el suyo, decidan quién habla y quién calla. Así pues, valgan estas palabras para aclarar que en lo que sigue tomo del maestro todo cuanto ayude a que mi pensar ande su marcha, pero, en última instancia, lo que viene es mío. No se trata, sin embargo, de un huero afán de originalidad, en el que se prefiera errar con tal de mantener la custodia de un pensamiento señero; nada más alejado de mi intento. Se trata de dejarse mover honestamente por la investigación, aunque esto signifique que al final haya que ir por libre; pero es que «ir por libre» no es, tampoco, descubrir el agua fría, sino montarse a hombros de los maestros para poder ser algo más que alumno. La mejor forma de retribuir a la historia de la filosofía es, contrario a lo que hoy se exige hacer, menos historia y más filosofía. No es, pues, prurito de erudición que se mueve por un afán de originalidad, sino vida intelectual impelida irrevocablemente por una voluntad de verdad, por un apetito de realidad. Aunque la siguiente presentación de filosofía primera no resulte ser más que un ejemplo de mi derecho a equivocarme, tendré la infravalorada facultad de poder decir que este pensamiento, aunque errado, es mío.

Carlos Sierra-Lechuga,
Madrid, septiembre de 2017.