viernes, 27 de diciembre de 2019

Doctor cum Laude Philosophiæ

Estimados amigos:

          Es un gusto poder compartir con todos la obtención de mi grado de Doctor en Filosofía, con distinción Cum Laude.
          El trabajo de cuatro años, con arduos traslados entre tres países y dos continentes, ha concluido de forma no sólo satisfactoria sino además "con elogios".
          Se me permitirán, junto con compartir mi disertación doctoral, unas breves palabras:

Primero que todo, comparto la tesis, para que quien la requiera pueda ir directamente a por ella sin necesidad de leer lo que viene. Lo que viene, sin embargo, es el recuento, más humano que cronológico, de mi camino doctoral.
          Mi disertación doctoral puede encontrarse en el repositorio de tesis doctorales de la Fundación Xavier Zubiri, donde soy ahora profesor e investigador, dando click en la siguiente liga: Tesis CarlosSierraLechuga - Fundación Xavier Zubiri. Al entrar en ella, tenéis que pinchar en "entrar como invitado" (no se requiere contraseña) y ya estaréis directo en mi trabajo.
          Pues bien, he aquí mi rudimento de descargo de conciencia:

Aunque bien es cierto que se pueden escribir toneladas de papeles sobre filosofía sin haber rozado siquiera el más leve vestigio de vida filosófica, estoy convencido de que el mío es el caso opuesto, pues si bien mis papeles, que están muy lejos de alcanzar la tonelada, pudieran no valer nada, en definitiva en mi persona entera la filosofía ha cobrado vida.
          Aquello de "tener una vida intelectual" se dice fácil, pero cuando es el intelecto mismo quien se hace vida en la carne propia, no resta más que ponerse a su disposición y padecer (del πάθος de que hablaban los griegos, pero también del que hablan los patólogos) las penosas fruiciones de convertirse en reo de su investigación. En una situación tal, no es que la vida quede sujeta a la filosofía, es más bien que la vida consiste ahora en ser solamente y no más que mera filosofía: la vida filosófica no es otra cosa que la filosofía viva en uno. Entonces, uno se entera de que es filósofo no porque tenga títulos ni porque vaya a alcanzarlos, sino por la más simple pero también más noble de las razones: no podía no haberlo sido. 
          ¡Cuántos los hay en la academia que de títulos y papers tapizarían su oficina! Si no lo han hecho no será por falta de ganas, sino por un retorcido vestigio de decoro. Ya san Agustín escribía contra academicos, por ser, más que filósofos, maestros de la duda vía el dominio de una palabra embelesante, versión antigua de la actual pose, la actual imagen ante la opinión pública, la actual  soberbia de decir lo políticamente incorrecto haciéndose pasar, con eso, por avispado, cuando lo cierto es que no por incorrecto deja de ser aceptado políticamente: la prueba está en los éxitos de ventas de los "social-mediáticos" showmen del mundo filosófico –de quienes prefiero obviar nombres por respeto al lector. 
          Con un experimento mental, que también crucis, podemos cribar al filo-sofista del filósofo: si elimináramos todos los papeles que constan de alguien ser filósofo, ¿se conservaría su carácter de tal a pesar de no quedar papel que lo sustente o apruebe? Es lo que con hermosa y picaresca sentencia se dice en Salamanca, académica palanca de mi visión de Castilla, así: Quod natura non dat, Salmantica non præstat. Refrán que se parafrasea (eso sí, sin saberlo) en mi país de origen, siempre más rústico y basto, cuando se dice que "el doctorado no quita lo tarado".  
          Pero si se pasa el examen del experimento propuesto, se entera –como digo– de que no fue uno quien buscó la filosofía sino que, habiendo nacido para esto (lo que, por otro lado, refleja una completa ineptitud para el resto de tareas), la filosofía le ha encontrado a uno. Así, reo de una penosa pero fruitiva vida intelectual, queda uno como inútil para el resto de las empresas, y entonces también se entera de que, aunque uno mismo no sirva para nada, todo le sirve a uno.
          Hace ya tiempo decía con metáfora arquitectónica que los tres grandes pilares intelectuales que me sostienen son Aristóteles, Hegel y Zubiri. Quienes me conocen no darán descrédito a esto. No es que yo sea un pilar a su altura, es que la altura que tengo, si la tengo, es por tenerlos por pilares. Con ellos tres, por la forma de enfrentar los problemas, no tanto en sus respuestas sino en el modo como quisieron responderlos, por su legado filosófico más que por sus doctrinas, estoy profundamente agradecido. Decía el primero que los humanos naturalmente apetecemos la metafísica, y que por ello ésta es la ciencia más libre: que dignifica por no servir para algo más que para sí misma; decía el segundo que así de ridículo como un pueblo perdiera su vida política y social, así o más ridículo el que perdiera su metafísica; y decía el tercero que no puede aprenderse filosofía sino poniéndose a filosofar. No es que cada uno fuera consecuente con sus decires, es que cada uno fue consecuente consigo mismo y entonces dijo lo que tenía que decir, consiguiendo, con eso, ser el metafísico que su tiempo necesitaba, aunque su tiempo no lo demandara así. Necesitamos, so riesgo de no ser libres y de quedar en ridículo, ponernos a filosofar hoy, es decir, hacer nuestra metafísica. ¿Qué metafísica queda por hacerse, no porque no esté hecha dentro del escaparate de preferencias y gustos, sino porque es la que el tiempo necesita aunque no nos la demande?

El día que defendí la tesis, iba yo diciendo que la "reología", término con el que me vi obligado a nombrar algo que en filosofía está aún por hacerse, resultaba ser el más noble fruto de mi investigación. Un fruto que, sin embargo, no está dado más que germinalmente, in nuce, y que por tanto este pobre fruto aún inmaduro dejaba la esperanza, precisamente por su inmadurez, de tratar los problemas relevantes con una profundidad que exige nuestra actual situación intelectual; situación que sin la liquidez de los posmodernos, sin la razón pura y dura de los modernos, sin la evidencia de lo sagrado de los medievales, sin el asombro de los griegos y sin la inocencia del mundo pre-filosófico, no le queda de otra que construir sus propias herramientas, situarse en el momento histórico que le corresponde y reasumir en sí la historia entera de la vida del intelecto, es decir, rearticular desde sí misma la compleja estructura de la metafísica.
          Esta ardua empresa, penosa y parturienta, en definitiva no la harán los perseguidores de papeles, pero tampoco se hará por quienes obran subyugados al deber, se hará, porque sólo puede nacer de ahí, por quienes prestan atenta escucha a su vocación, a pesar de los pesares, presentes y futuros. Es el llamado personal a ser lo que tienes que ser porque, como decía, quien es filósofo no podría no haberlo sido. No es cuestión de elección, ni tampoco de hipostasiar la filosofía como si personalmente fuese ella quien eligiese sus avatares; se trata, nada más pero también nada menos, de responder a nuestro fondo insobornable, de no traicionarnos, es decir, de ser responsables con nosotros mismos. Ni Aristóteles, ni Hegel, ni Zubiri, ni otros tantos, eligieron ponerse a filosofar, más bien, para cuando se encontraron a sí mismos, se encontraron ya filosofando.
          Aquel día que defendí la tesis, pues, terminaba yo diciendo que el doctorado no lo tomaría personalmente como el término de un momento necesario pero insuficiente de la competencia académica al que haya que clausurar como quien marca tarjeta al finalizar la jornada; un momento burocrático, pre-requisito para los postdoctorados –paliativos tan de moda en nuestras sociedades que parchan el profundo problema del desempleo, de la imposibilidad de planificación familiar y el terrorífico desprecio por las empresas humanas que son insustituibles por la técnica. Todo lo contrario, decía, para mí el doctorado significa a penas el limen que inaugura y al mismo tiempo cataliza una carrera de la que se vislumbra en lontananza un abanico de enormes posibilidades.
          Eso es lo que queda, la posibilidad de una filosofía auténtica que no sea la vana repetición del erudito, la monótona tarea del doxógrafo, la falsa novedad del sofista, la deslumbrante pero infértil actitud del espectáculo del intelectualoide, la voraz precocidad del publish or perish; lo que queda es la posibilidad de una filosofía auténtica en el locus interno, pero compartido, de algo que más que ser filosofía de vida es genuina vida filosófica.
          Hagamos, pues, lo que queda por hacer.



Matriti, december MMXIX
Carolus Sierra-Lechuga
Doctor cum Laude Philosophiæ